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El nombre del mundo es libro

Por Marcelo Figueras para El Cohete a la Luna
El nombre del mundo es libro

Foto: El Cohete a la Luna

Crónica del romance más largo que un hombre sostuvo en su vida


É rase un Hombre a un Libro Pegado. Desde pequeño menospreciaba otros objetos que la especie privilegiaba como apéndices —juguetes, tenedores y cuchillos, teléfonos, calculadoras, naipes y cubiletes, llaveros, vasos y copas, billetes y billeteras— para aferrarse a aquella invención milenaria: un puñado de papeles, cosidos o encolados y protegidos por una cubierta más gruesa, en cantidad suficiente para incluir todas las palabras e ilustraciones que demanda la narración de una historia.

Y así andaba el día entero, midiendo las actividades que le imponía su condición de hijo y alumno como meras distracciones entre un capítulo y otro del libro que devoraba por entonces. Las condiciones de lectura eran lo de menos. Leía sentado y acostado y leía parado y hasta llegó a leer mientras caminaba por —¡y cruzaba!— la calle; leía en un punto fijo y leía cuando se trasladaba de un punto a otro, en automóvil o transporte público. (Con los años, llegó a valorar la carga horaria que suponía volar a Japón —cosa que hizo una vez, para entrevistar a Paul McCartney—, con el siguiente, discutible argumento: viajar durante un día suponía 24 horas disponibles para leer sin más interrupciones que la que suponía levantarse para ir al baño o cabecear un rato.)


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A tierna edad sus padres descubrieron que de lejos no veía ni un burro, y le compraron una prótesis —su primer par de anteojos— que aceptó para que dejasen de molestarlo. Por aquel entonces estaba convencido de lo siguiente, a pesar de que no contaba con evidencia científica para respaldarlo: 1) Había perdido la visión a distancia a causa de su compulsión a seguir leyendo aún cuando no había luz suficiente, como sus padres se encargaban de subrayarle a cada rato, y 2) No le importaba un pito ser ciego como un topo, siempre y cuando conservase la visión de lo que tenía cerca — verbigracia, un libro.

Prefería leer a casi cualquier otra alternativa: la plaza, el club, la calle, la bicicleta —aprendió a pedalear a los doce, durante un verano en Córdoba, y porque se le habían acabado los libros que había acarreado hasta allí— e incluso la compañía humana. Sólo se permitía disfrutar del mar, tal vez porque compartía con la lectura el reclamo de la inmersión. (Puede que la imagen parezca forzada, pero no lo es: nunca le gustaron los estilos tradicionales en materia de nado, siempre optó —y sigue optando— por bucear.) Y aunque nunca le faltaron amigos, privilegiaba las relaciones individuales a los grupos, por la misma razón que recomienda no leer diez libros a la vez. Cuando uno da con una historia interesante —y cada persona puede ser leída como un libro que va escribiéndose en tiempo real—, se concentra en ella y hace lo imposible por eludir las distracciones.


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Además de entretenerlo, los libros le enseñaron todo aquello que consideraba importante, al punto que ya no lograba distinguir entre esas enseñanzas y su propia persona. Antes que humano se sentía un libro nuevo, una suerte de patchwork cosido a partir de sus páginas favoritas, con el añadido de las anotaciones en los márgenes y lo que había garabateado para vincular un fragmento con otro.


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Todo lo que entendía respecto del orden natural y su lugar en el universo se lo enseñó T. H. White en La espada en la piedra (esa historia sobre la niñez del rey Arturo, personaje sobre el cual atesoró todo volumen que encontró impreso: desde las versiones ilustradas hasta las relecturas de John Steinbeck y Marion Zimmer Bradley, pasando, claro, por Sir Thomas Malory): para respetar la vida y ser buena persona y eventualmente un buen monarca, hay que ponerse siempre en el lugar del otro — aun cuando ese otro sea una hormiga, un pez, un tejón o un halcón.


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Todo lo que entendía respecto de la justicia se lo había enseñado Robin Hood (de quien llegó a tener doce libros, doce versiones de la misma historia): los pobres no merecen que el poder abuse de ellos y si el poder abusa, hay que combatirlo aunque esto suponga entrar en la clandestinidad.


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Todo lo que entendía respecto de la familia se lo había enseñado Charles Dickens (que le llegó por las ediciones heredadas de su madre y a quien siguió investigando de adulto e investiga todavía, tratándose de un escritor prolífico): todos necesitamos una —una familia, quiero decir—, pero nunca basta con aquella en cuyo seno nacimos. Más bien hay que crearla, a partir de los componentes rescatables de la familia sanguínea pero enriqueciéndola con amigxs y amores.


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Todo lo que entendía respecto respecto de la condición humana se lo había enseñado Shakespeare (cuyo Hamlet leyó a los ocho o nueve y tuvo el atrevimiento de adaptar, para interpretar en el exiguo escenario del patio de la casa, limitado por el Eslabón de Lujo y el baño de servicio; y cuya obra entera siguió leyendo y subrayando hasta el día de hoy, alternando tragedias, poesía y comedias): éramos una especie a la cual la vida había dotado de infinitas facultades, de la capacidad intelectual —o sea de comprensión— propia de un dios… mediante la cual nos había sido dado entender, además, que en esencia somos polvo, una ráfaga — la nada misma.


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¿Había algo más que aprender? Sí, sí: todo lo que entendía respecto de cómo encarar esta vida se lo enseñaron los Evangelios (que le ahorraban parte de la tarea de acumular volúmenes, dado que cada ejemplar incluía cuatro versiones de la misma historia): la única de nuestras facultades que era aún más abundante que la intelectual era la capacidad de amar, la prodigiosa elasticidad de nuestro corazón. Había que amar a los demás como a nosotros mismos y aceptar ser medidos según la forma en que tratásemos al más pequeño y desvalido. Pero claro, tampoco había que ser ingenuo. Vivir de ese modo no iba a ser recibido precisamente por aplausos. Por algo Mateo —el evangelista que abre el libro— dice que Jesús entiende que la respuesta a esa actitud no será la paz, sino la espada. (“He venido —dice Mateo 10, 35-36— a poner en conflicto al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra su suegra; los enemigos de cada cual serán los de su propia familia”. La grieta, bah.)

Con ese bagaje —con esa literatura encima—, nuestro Hombre enfrentó la existencia. Para ser sinceros, no le fue mal. Se equivocó fiero una y mil veces pero fue aprendiendo, o eso quiere creer. Y al fin logró lo que había soñado desde que no leía otra cosa que Dumas y Stevenson y Conrad y Oesterheld y Pratt: ya no sólo se enfrascaba en libros ajenos, también escribía los propios. Háblenme de justicia poética. El hombre ya no estaba pegado a un libro —las responsabilidades de la vida adulta lo forzaban a leer menos volúmenes formales—, pero ahora los repartía por doquier, como aquel personaje de un cuento de Cortázar que no puede parar de vomitar conejitos.

A veces desearía ser tan libre como antes y seguir leyendo desaforadamente. Muchos de los libros en los que ahora se enfrasca son libros-pretexto, herramientas a las que apela para crear sus propias historias. (Se escribe para descubrir, se descubre para entender, se entiende para gozar en armonía con el universo.) La mayoría de lo que lee ya no está en papel, pasa el día entero delante de pantallas. Pero eso no lo acompleja. Aunque no tiene ningún dispositivo electrónico para leer libros —no todavía—, entiende que el libro ya es mucho más que un soporte en papel: ante todo es una unidad conceptual, la forma que un discurso demanda hasta que la hilera de signos elegidos completa un sentido. El medio es lo de menos, aunque McLuhan se cabree: el mensaje es el mensaje, y ya.


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Sin embargo, el brillo hipnótico de las pantallas no menoscaba su amor por el objeto libro, al contrario: hoy no podría amarlo más. No tendrá la ingenuidad de antaño, ese acelerarse del cuore cada vez que abría uno nuevo; pero nunca ha sido más consciente del valor de esa cosa que tal vez sea el invento más trascendente de su especie, aquello que le permitió convertirse en lo que es, ampliar su consciencia y su emotividad de un modo exponencial. Su sencillez elemental —tapa, contenido, contratapa, lomo: that’s all, folks— se presta a engaños, pero ahí donde lo vemos el libro es la resultante de milenios de cooperación intergeneracional e intercultural. Civilizaciones enteras trabajaron en paralelo para desarrollar el mejor formato para satisfacer la necesidad común: dar con el mejor envase material para contener historias, conocimientos, preguntas y especulaciones. Probaron con piedra, con telas, con cera, con pieles, hasta que dieron con la pulpa de la madera —o sea con el papel— y ulteriormente los copistas cedieron su puesto a la producción mecánica.


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Más allá de ocasionales zigzags, la dirección de ese proceso fue siempre hacia la democratización del conocimiento. Desde el libro como objeto raro, suntuario, talismán del poder —durante siglos se los encadenó a estantes y escritorios para impedir su robo, los célebres libri catenati—, se marchó hacia su masificación, llevando el producto de las mentes más inquisitivas del mundo al alcance de todos y todas. Al paso moderado de las eras que nos precedieron, el libro operó como el download que Neo recibe en The Matrix de parte de la computadora madre y lo mueve a decir, fascinado: Ya aprendí kung fu. De saber poco y nada, apenas lo elemental para sobrevivir día a día, la humanidad se fue al otro extremo, a fantasear con la idea de que los libros le permitirían saberlo todo. La herramienta libro le granjeó espacio ilimitado al disco rígido de nuestras mentes.


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Hoy en día se lo mira como un producto en crisis, analizando la realidad con la herramienta roma de los números incompletos. Puede que se vendan menos libros en papel y que el libro electrónico no haya sido el boom que se calculaba. Pero la unidad conceptual libro sólo desaparecerá con el hombre, o cuando el hombre sea reducido a una nueva bestialidad. Mientras tanto seguiremos leyendo. ¿Qué hacemos a diario, sino leer un libro de naturaleza interactiva que cada uno (re)escribe: un nuevo patchwork, hecho de libros y medios de comunicación tradicionales mechados con mensajes y textos de las redes y paseos por Wiki y Google musicalizados e ilustrados por Spotify y YouTube, que va creando/construyendo un relato personal que hace perfecto sentido, una historia que es nuestra historia?

Puede que el objeto libro tradicional ya no esté de moda, o que al menos lo demos por sentado. Está ahí desde que tenemos uso de consciencia y seguirá estando, y la especie tiene la (triste, tremenda) tendencia a descuidar aquello que cree garantizado. Pero si algo hemos comprobado en los últimos días, es que un libro todavía está en condiciones de causar un terremoto.


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Érase —todavía— un Hombre a un Libro Pegado. Que tomó entre sus manos el ejemplar nuevo y lo abrió con cuidado, sabiendo que oiría música —ese crepitar de páginas, propio del volumen que aún es virgen— y que sus narices se llenarían de la fragancia amada. (Porque los libros nuevos tienen perfume, y el placer que deriva del recorrerlos con los dedos no está nunca por debajo de lo erótico.) Piensa, mientras lo acaricia, que cada libro nuevo supone una aventura, y que la parte más bella de cada viaje suele ser su anticipación, el estremecimiento de lo por venir.

Al final de la travesía puede esperarlo algo memorable o el más puro olvido. Pero aunque se tratase de un libro intrascendente, el Hombre sabe que a continuación buscará otro Ejemplar al que Apegarse, porque no existe libro más deseado que aquella maravilla que aún no hemos descubierto; y porque esa unidad conceptual —la idea libro— supone el romance más duradero de su vida, que no lo ha traicionado nunca y al que tampoco piensa traicionar.

Entre las esperanzas que aún alienta, el Hombre Pegado a un Libro tiene una modesta y una ambiciosa por demás. La modesta es que la vejez le regale tiempo para repasar los volúmenes más amados entre aquellos que atesoró desde pequeño, la única riqueza que cultivó más allá de la familia que contribuyó a crear. Y la ambiciosa es esta: mirar hacia atrás desde el final de sus días y concluir que logró lo que siempre había soñado — vivir una vida tan pero tan bella, que merezca formar parte de un libro.