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  Por Miguel Andrés Brenner  
   
  El actual proyecto de mercantilización de la educación se enfrenta a múltiples resistencias. La ausencia de expectativas en la población infantil y adolescente incide en un fuerte desestímulo del aprendizaje.  
   
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En Argentina, la constante fuga de capitales, la inversión en bancas offshore, la redistribución del ingreso nacional de modo injusto, procesos inflacionarios que se manifiestan en forma exacerbado con la previsible disminución del consumo en bienes básicos para garantizar condiciones de existencia aceptables, la especulación financiera, negocios corruptos del sector empresario en complicidad con quienes ocasionalmente ocupan funciones de gobierno, la destrucción del aparato productivo y la dependencia externa de divisas para gastos corrientes, que hipotecan el futuro de próximas generaciones, entre otros, debilitan las condiciones de vida, en particular la de los sectores populares.

Todo ello importa porque bajo el modo de producción capitalista, el trabajo que lo implica, es núcleo central de la identidad familiar, aunque no sea al único. Desde su eje se estructura la familia. Su ausencia o precarización incide en el debilitamiento de dicha identidad, además de su consecuente desorganización, sin el poder de los sectores populares de adaptarse a las nuevas condiciones. El futuro se torna incierto, desesperanzado, sin expectativas, incidiendo fuertemente en los hijos del presente histórico.

Los alumnos son hijos que viven y conviven en comunidades familiares o en lo que ha quedado de ellas en virtud del debilitamiento de la cohesión social, e internalizan las problemáticas de los adultos. Los niños no proyectan ya más los roles de los adultos a través de sus juegos, mas bien, viven con intensidad las mismas problemáticas del mundo de los mayores. Por ejemplo, viven con intensidad la ausencia o precarización laboral, la inseguridad en todo sentido y los desastres ambientales. La incertidumbre los empodera. Y, en este plexo de relaciones, la escuela también es desvalorizada, aunque constituya uno de los pocos reductos públicos que quedan –o quedaban– libres de la mercantilización de la vida humana.

El actual proyecto de la mercantilización de la educación se enfrenta a múltiples resistencias, lo que marca señales de esperanza. Sin embargo, la ausencia de expectativas en la población infantil y adolescente incide en un fuerte desestímulo hacia el aprendizaje y, por ende, se torna más difícil la enseñanza de los maestros. Niños y adolescentes se encuentran condicionados por un medio que insensibiliza, condiciona y acostumbra a la violencia (en latín violare significa forzar). La mercantilización exacerbada, bajo la consigna de moda del “just do it” (sólo hacelo), ultra meritocrático de por sí y culpabilizador en caso del no éxito, conduce a la fragmentación, al individualismo, donde el “otro”, más que socio, es posible enemigo. Por ende, sería buena la violencia contra los enemigos.  Pero, ¿a quiénes se define como enemigos? Además, ¿es siempre buena la violencia? 

Veamos el caso de los medios masivos de difusión y de los video juegos, que coadyuvan a la construcción de un modo de ser en el que infligir dolor y sufrimiento es fuente de entretenimiento, disfrute y acostumbramiento. Esto último conduce a la insensibilización, el dolor del Otro tiende a ser cotidiano, ese Otro ya no resulta vulnerable a mi sensibilidad (salvo que haya afectado a alguien de mi entorno).

Todo ello es funcional al mercado, insensible a la solidaridad, en tanto sus intereses gobiernan como ley del más fuerte. Cuanto mayor sean los intereses del mercado, mayor el sentido de insolidaridad, luego mayor la exclusión simbólica y/o real como la autoexclusión simbólica y/o real. Por lo tanto, aparecen los mecanismos de agresión bajo el estilo de la insensibilidad y el disfrute, a riesgo del paroxismo de la morbosidad, proyectando lo malo en el otro. Ese otro “merece” ser agredido. Y se disfruta que el “bueno” agreda al “malo”.

Por tales motivos, ya la escuela no puede funcionar como corset (que se traduce en el lenguaje común “para que los niños no estén en la calle”). Así, la incertidumbre aparece en el ambiente de la institución escolar, a pesar del “tsunami” normativo que la avasalla. Entonces, predomina el “miedo”, así como lo explican Gabriel Brener y otros (2017: “El bullying tiene quien lo exprima”, publicado en “Voces en el Fénix”), quienes incentivan “apostar a la construcción de una trama comunitaria, basada en el cuidado y la confianza en el otro, antes que en el miedo y en la exclusión”.

Mientras tanto, el maestro es aprisionado entre las exigencias normativas y la presión del medio ambiente social y político, sin acompañamiento alguno. Al decir de un lenguaje usual, “el salame del sándwich”. Se encuentra tensionado entre un régimen normativo y político que, en realidad, no lo valora, salvo en una discursividad teñida de mera simulación. Todo dependería de él, de su “buena” voluntad, pero se halla “huérfano”. 

Y un nuevo problema se presenta ante las evaluaciones estandarizadas, en razón de ser promovidas desde un poder hegemónico que favoreció y favorece el debilitamiento de las condiciones de existencia de los sectores mayoritarios de la población. Sería como si luego de haber llenado de baches una ruta, de haber destrozado un vehículo y con un conductor sometido a un fuerte estrés, se le evaluara su llegada a destino con eficacia.

El informe McKinsey, a partir de una investigación realizada en diez países considerados “exitosos”, realizada en 2006 y 2007, establece que no existe correlación alguna entre evaluaciones externas estandarizadas y el mejoramiento de la calidad educativa en la concepción del neoliberalismo. Dicho informe no se da a conocer a la opinión pública, no es materia de disputa a fin de convencer acerca de las bondades de las evaluaciones estandarizadas externas, que se presentan como discurso “salvador”. Mientras tanto, quienes colaboraron en la destrucción de las condiciones de vida de las mayorías populares, se proponen, también, como “salvadores” de la escuela pública. ¿No vale la pena, acaso, resistir con propuestas liberadoras?



* Nota publicada en Página/12


 
 
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